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Los desafíos de la maternidad: por qué maternar hoy es un acto contracultural

En un mundo que valora la productividad por encima del cuidado, maternar se vuelve un acto contracultural. Una reflexión sobre los mandatos, el agotamiento y la necesidad de poner el cuidado en el centro.


Los desafíos de la maternidad: por qué maternar hoy es un acto contracultural

Los desafíos de la maternidad: por qué maternar hoy es un acto contracultural - Créditos: Getty



Durante años pensamos que, con más licencias, más subsidios y más guarderías, íbamos a “resolver” los problemas de la maternidad. Pero los datos muestran otra cosa. En todo el mundo, las mujeres siguen realizando el triple de tareas de cuidado no remuneradas que los varones, incluso en los países que suelen presentarse como faro de igualdad. En Suecia, Noruega o Islandia, donde las licencias parentales son casi idénticas y están bien pagas, las mujeres continúan siendo quienes interrumpen o ralentizan sus carreras cuando llega un hijo.

España, por ejemplo, igualó recientemente las licencias para ambos progenitores. Sin embargo, los estudios muestran que, mientras muchos padres aprovechan ese tiempo para descansar o avanzar con proyectos personales, las madres lo usan para cuidar a tiempo completo. Es decir, la igualdad legal no siempre se traduce en igualdad cultural. Las normas pueden ser progresistas, pero los imaginarios siguen siendo desiguales: todavía se espera que sean las mujeres las que sostengan el día a día del cuidado.

Quizás el punto no sea solo si hay más o menos días de licencia, sino qué sentidos de la maternidad siguen vigentes, qué tipo de vida hace posible (o imposible) esta organización del tiempo, del trabajo y de los vínculos. Porque ahí es cuando se vuelve visible lo que el sistema todavía no quiere discutir: cómo estructuramos el deseo, la productividad y la idea misma de libertad.

 

El sistema nos prepara para ver la maternidad como un obstáculo para “realizarnos”. Occidente hizo de la maternidad una tarea imposible: nos enseñó que ser madre y ser libre son proyectos incompatibles. Que cuidar es atraso, que la dependencia es debilidad y que la autonomía solo vale si se mide en productividad. El resultado es una generación de madres agotadas entre la exigencia de criar como si no trabajaran, y de trabajar como si no criaran. Estamos entre el mandato del sacrificio y el del rendimiento. Siempre una deuda, siempre un déficit.

El ideal de independencia absoluta terminó calcando el modelo masculino y neoliberal que enuncia a un sujeto que no necesita de nadie. Y claro, después de tanto correr, lo único que logramos fue llegar agotadas.

Durante siglos, las mujeres fuimos definidas por la maternidad. En las últimas décadas, muchas veces fuimos definidas por la renuncia a ella. Cambiamos de mandato, pero no de estructura. Antes, ser buena madre era sinónimo de sacrificio; ahora parece que la buena madre es la que logra maternar sin que se le note demasiado. La que trabaja, cría, produce, estudia, postea, hace yoga, decora los mejores cumpleaños y llega con todo. Una especie de heroína multitasking que el sistema celebra porque no molesta a nadie.

La directora española Carla Simón dijo hace poco: “La maternidad ha roto muchas carreras, las cosas como son. Artísticas, ni te cuento. Encontrar tu tiempo para crear, en casa y con hijos, es muy chungo”. Y sí, claro, pero lo que hace más ruido de esa reflexión es todo lo que deja afuera.

Como antropóloga y mamá de dos, estoy convencida de que el problema no es maternar, sino el modo en que está organizada la vida. Criar en este sistema es casi un acto punk. Hoy, maternar es contracultural, porque vivimos en una época que nos empuja a funcionar como individuos autogestionados, autosuficientes, emprendedores de nosotros mismos, donde cada vínculo se evalúa como si fuera una ecuación de suma cero, y si no suma, resta. Donde el otro —especialmente si necesita algo— se convierte en una carga.

 

Así, la maternidad se vuelve una especie de error del sistema: demasiado lenta, demasiado demandante, demasiado humana. El neoliberalismo nos educó para optimizarlo todo: el tiempo, el sueño, el cuerpo, el ocio, incluso el amor. Y cuando la vida no entra en ese Excel, se la culpa por ineficiente. Por eso, más que romper carreras, lo que la maternidad rompe es la ilusión de que podemos existir sin depender de nadie.

Y con esto no romantizo la maternidad —sabemos que también puede ser asfixiante, solitaria, ambivalente—. Lo que intento es politizarla: reconocer que el modo en que criamos dice mucho del tipo de sociedad que construimos. Una sociedad que odia la dependencia, desconfía de los afectos y mide el valor de las personas en términos de eficiencia. En esa lógica, maternar es un problema porque nos vuelve lentas, vulnerables, necesitadas.

Tal vez la emancipación que viene no sea la que intenta escapar del cuidado o tercerizarlo, sino la que busque ponerlo en el centro. No como un mandato esencialista, sino como una forma radical de repensar la vida. Porque la deuda es cultural. Lo vemos en el modo en que muchos medios retratan la maternidad (entre lo edulcorado y lo catastrófico), en la falta de políticas que entiendan el cuidado como un derecho humano, y en un modelo económico que valora el rendimiento más que la vida. Hemos normalizado que el tiempo para cuidar los vínculos sea un lujo, que pedir ayuda sea un fracaso, que necesitar sea una vergüenza. Y eso no es naturaleza: es ideología.

Cuidar —maternar, sostener, acompañar— es todo lo que el capitalismo detesta, porque es lento, afectivo, no escalable. Construye vínculos, no métricas. Por eso, poner el cuidado en el centro no es volver al pasado: es tirar abajo la arquitectura que naturalizó su marginación. Es recordar que sin cuidado no hay futuro posible. Ni economía, ni arte, ni política.

Mientras sigamos viviendo en un mundo que premia el rendimiento y desprecia la interdependencia, ninguna licencia ni subsidio va a alcanzar. Porque el desafío no es conciliar maternidad y trabajo: es reinventar una sociedad donde cuidar no sea una excepción, sino el principio de todo.

Por Agustina Kupsch, Ig: @aguskupsch. Gentileza para OHLALÁ!

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