
Movimiento slow: cómo bajar el ritmo y disfrutar más de la vida
Vivimos aceleradas, entre pantallas y agendas sin pausa. El movimiento slow propone un cambio: desacelerar para reconectar con lo importante. Claves para incorporar la filosofía lenta en la comida, el trabajo, los vínculos y la crianza.
5 de noviembre de 2025 • 14:35

Movimiento slow: cómo bajar el ritmo y disfrutar más de la vida - Créditos: Getty
Responder mensajes mientras cocinás, entrar a una reunión sin terminar la anterior, sentir culpa si parás cinco minutos..., ¿te resulta familiar? La velocidad se volvió el nuevo estatus: si estamos ocupadas, somos valiosas; si descansamos, nos sentimos culpables.
Frente a esta cultura del “todo ya”, surgió hace más de dos décadas el movimiento slow. No se trata de hacer todo a cámara lenta, sino de encontrar la velocidad adecuada para cada momento. Comer, trabajar, viajar, educar..., todo puede ser distinto si nos damos permiso de bajar un cambio y recuperar nuestro tiempo.
Pero ¿cómo se logra desacelerar cuando vivimos en piloto automático, corriendo de una tarea a otra, con la sensación de que nunca alcanza el tiempo? ¿Y si la clave no fuera hacer más, sino hacer mejor? Conversamos con Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud (RBA) y referente mundial del movimiento slow. En esta nota, te contamos sobre esta filosofía y te compartimos algunas claves para recuperar la calma, disfrutar más y vivir con calidad.
Todas las exigencias del mundo
Vivimos en modo multitasking permanente: hacemos la compra del súper, mientras contestamos mails, revisamos WhatsApp y nos conectamos a la reunión de equipo el lunes a la mañana. Además, estamos pensando en el disfraz para nuestro hijo y en anotar el gasto del cafecito. Todo al mismo tiempo y ya.
“Los estándares nunca estuvieron tan altos, vivimos corriendo en búsqueda de una perfección y no sé cuánto de todo lo que hacemos nos trae realmente una sensación de bienestar”, escribe la filósofa Florencia Sichel en Todas las exigencias del mundo (Planeta). Es que ser adulto en el siglo XXI ya no es tarea fácil y lo que muchas veces se disfraza de “elecciones” son mandatos que nos sumamos en el día a día.
La generación ansiosa
La sensación de que “no alcanza el día” no es una exageración: vivimos en un entorno que premia la velocidad y la hiperconectividad, y ni el cuerpo ni la mente están hechos para sostenerlo. Estar constantemente on fomenta un malestar creciente en la población: ansiedad, insomnio, falta de disfrute real. No es casualidad que la llamada “generación ansiosa” –los jóvenes de entre 10 y 18 años– reporte niveles alarmantes de presión, con un 45% sintiéndose estresado y un 38% ansioso solo el día anterior. Este desgaste no es exclusivo de los adolescentes: en Argentina, casi un 27% de las personas experimenta burnout, manifestándose como agotamiento físico, mental o emocional tras el trabajo.
El aceleramiento prolongado no solo desgasta, sino que deja huellas en el cerebro. Estudios neurocientíficos alertan cómo el estrés crónico puede reducir el volumen del hipocampo (clave para la memoria y el aprendizaje), hiperactivar la amígdala (que regula las emociones) y deteriorar la corteza prefrontal (vital para la toma de decisiones y el autocontrol). A largo plazo, esta sobrecarga eleva el riesgo de trastornos mentales como ansiedad, depresión e incluso acelera procesos neurodegenerativos, como el Alzheimer.
Una vida slow

Cómo llevar una vida slow - Créditos: Getty
“Paren el mundo que me quiero bajar”, dice la frase que resuena en quienes sienten que la vida moderna es una carrera sin línea de llegada. Frente a ese acelere constante, hace algunos años surgió una alternativa: el movimiento slow. La chispa inicial apareció en Roma, cuando el crítico gastronómico Carlo Petrini se opuso a la apertura de un local de comida rápida en la Piazza di Spagna y dio nacimiento al slow food, un llamado a volver a disfrutar la mesa, los sabores y los rituales cotidianos.
Desde allí, la filosofía se expandió a otros ámbitos de la vida: viajar sin apuros, criar con presencia, trabajar con foco. Inspirado en estilos de vida más mediterráneos, donde el tiempo se mide en encuentros, sobremesas y pausas, el movimiento slow nos recuerda que la verdadera calidad de vida no está en correr, sino en elegir a qué ritmo queremos vivir.
Ganá tiempo
En la cultura actual, donde correr parece la norma, olvidamos que la verdadera calidad de vida aparece cuando nos damos permiso de bajar un cambio. Desacelerar tiene beneficios concretos: mejora nuestra salud, porque el cuerpo necesita pausas para recuperarse; fortalece nuestras relaciones, porque la presencia atenta y sin distracciones permite vínculos más profundos; potencia la creatividad, porque las ideas nacen en los silencios y en los espacios libres, no en la agenda abarrotada. Además, nos conecta con algo esencial: nuestra propia humanidad. No somos máquinas programadas para producir sin parar, sino seres que necesitan descansar, jugar, sentir, contemplar.
Como explica Carl Honoré: “No es una guerra contra la velocidad. Hay momentos en que necesitamos ser rápidos. El problema es vivir siempre en modo acelerado. Ir más despacio es elegir la velocidad adecuada y recuperar el control sobre nuestro tiempo”. Adoptar este cambio de perspectiva es casi una revolución íntima: recuperar la soberanía de nuestro día a día, elegir con consciencia dónde ponemos la energía y descubrir que, al final, al desacelerar no perdemos tiempo, sino que lo ganamos.
Elogio de la lentitud, un concepto de Carl Honoré
Carl Honoré estudió durante más de veinte años el cómo y el porqué de la necesidad de desacelerar nuestras vidas. Pero hay un comentario que siempre recibe: “No sé por dónde empezar”. Él propone canalizar nuestra tortuga interior para estar más conectadas, dinámicas y creativas.
Podés empezar por algún aspecto de tu vida y luego llevarlo a otros. Pero hay una constante que atraviesa a todos: no se trata de la cantidad, sino de la calidad, de saborear los minutos y los segundos en lugar de contarlos. ¿Y cómo lo aplicamos?
SLOW FOOD
La resistencia cultural frente a la fast food fue lo que dio origen a este movimiento. Volver a comer despacio es también volver a mirar de dónde viene lo que ponemos en la mesa, conectarse con los productores locales, respetar la estacionalidad y celebrar la cocina como acto de amor y encuentro. Comer no es solo nutrirse: es un ritual de disfrute y conexión. Además, los beneficios de comer más despacio son innumerables: ayuda a la digestión, mejora la salud, reduce el sobrepeso, entre otros.
Hábitos slow en la mesa: comprar en ferias y mercados locales; cocinar en casa, evitando ultraprocesados; comer en compañía, con sobremesa y sin pantallas; redescubrir recetas familiares o tradicionales.
Para poner en práctica: elegí un día de la semana para preparar una comida completa con productos de estación. ¡Atenti! Dale tiempo en tu agenda y cociná sin apuro. Convertí la mesa en un espacio central de encuentro (¡y libre de celus!).
SLOW SEX
En la era del swipe y el consumo exprés de vínculos, es clave poner el freno de mano en la intimidad. No se trata de prolongar indefinidamente el encuentro sexual, sino de habitarlo con presencia plena, sin apuros ni metas rígidas. El foco está en el contacto, la comunicación, el disfrute de cada sensación y la construcción de confianza mutua. En este enfoque, el sexo se convierte en un espacio de juego, conexión y escucha profunda. Bajar el ritmo no es perder intensidad, sino ganar en calidad de experiencia.
Hábitos slow en la intimidad: prestar atención a los cinco sentidos durante el encuentro; conversar sobre deseos, tiempos y necesidades de cada uno; incorporar caricias y masajes sin expectativas de “llegar a un fin”; desvincular la intimidad del rendimiento o la productividad.
Para poner en práctica: probá el “mindful touch”: durante diez minutos, una persona acaricia a la otra con atención plena, sin buscar otro objetivo más que explorar el contacto y la conexión.
SLOW TRAVEL
Viajar dejó de ser un lujo para convertirse en maratón de itinerarios, fotos y listas de “imperdibles”. Pero menos puede ser más. No hace falta irse a un retiro de yoga y meditación, puede ser simplemente quedarse más tiempo en un lugar, conocerlo con calma, vivir como un local, en lugar de “tachar” ciudades del mapa. La experiencia de viaje cambia cuando nos damos el permiso de soltar la prisa: desayunar sin apuros, caminar por barrios no turísticos, conversar con personas del lugar o aprender algunas palabras del idioma. El viaje deja de ser consumo de destinos y se transforma en encuentro cultural.
Hábitos slow al viajar: elegir menos destinos y pasar más tiempo en cada uno; usar transporte público o caminar para descubrir la ciudad; hospedarse en alojamientos locales en lugar de grandes cadenas; incorporar la rutina del lugar: mercados, cafés, plazas.
Para poner en práctica: en tu próximo viaje, elegí un día sin agenda ni excursiones, dedicado solo a caminar sin rumbo fijo y dejarte sorprender por lo que aparezca.
SLOW PARENTING
Seamos honestas: la crianza va rápido. La vida va rápido. El trabajo va rápido. ¿Y nuestros hijos? Parecen moverse a la velocidad de la luz. Los desórdenes, los berrinches, las mil preguntas y demandas, los cambios de humor y de horarios. Es fácil dejarse arrastrar por la urgencia de todo eso. Pero, como propone la especialista en crianza Siggie Cohen, “no tenés que responder a la urgencia con más urgencia”. La clave está en desacelerar.
Por ejemplo, si tu hijo te insiste para ir a lo de un amigo después de la escuela (“por favor, por favor, por favor”), no hace falta que te subas a su apuro. Podés decir: “Te escucho. Hagamos una pausa y veámoslo juntos”. Esa pausa no es indecisión ni evasión. Es liderazgo. No lo estás ignorando, le estás modelando las habilidades de la intención y la reflexión.
También sirve para cuando estás a punto de pegar un grito. Hacer una pausa es hacer el trabajo interior para mantenerte firme y con los pies en la tierra. Desacelerar no significa que tu hijo “se salga con la suya”. Significa elegir un enfoque a largo plazo en lugar de una reacción a corto plazo. Siggie sostiene que bajar la velocidad es una de las herramientas de crianza más poderosas e impactantes. Y cuanto más la practicamos, más natural se vuelve.
La lentitud también es un aprendizaje para las infancias. En el mundo hiperexigente de hoy, la vida diaria de muchos chicos está sobrecargada de actividades escolares, competitividad constante y ni hablemos de la hiperconectividad. Por eso, Honoré propone un cambio de perspectiva sobre la educación para que los chicos y las chicas puedan disfrutar de una infancia digna de ser llamada así. “Los chicos necesitan tiempo para ser chicos. Cuando les damos espacio para explorar sin prisa, florecen”, asegura.
Hábitos slow al criar: desacelerar el impulso de arreglarlo todo de inmediato, dejar espacios de aburrimiento, no sobrecargar con actividades extracurriculares, disfrutar la rutina diaria sin correr, pasar tiempo de calidad en familia (sin pantallas).
Para poner en práctica: una vez por semana, dedicá una tarde sin pantallas y sin agenda a que los chicos elijan a qué jugar y cómo. Los adultos acompañan solo si se los invita, sin dirigir la actividad.
SLOW TECH
La tecnología nos facilita la vida, pero también nos roba atención y calma si no la gestionamos. Pero podemos usar la tecnología como herramienta y no como tirana, recuperando espacios de desconexión y foco. El objetivo no es abandonar el celular ni las redes, sino usarlas de manera más consciente: decidir cuándo, cómo y para qué queremos conectarnos. Se trata de habitar la vida analógica con la misma intensidad que la digital, y recordar que estar disponible todo el tiempo no es sinónimo de estar presente.
Hábitos slow con la tecnología: establecer horarios sin celular (comidas, antes de dormir); silenciar notificaciones no esenciales; revisar mails y redes en momentos concretos, no en cualquier rato libre; priorizar encuentros cara a cara siempre que sea posible.
Para poner en práctica: implementá la “caja del celular”: durante las comidas o reuniones en casa, todos los dispositivos se dejan en un lugar apartado, para que la mesa sea espacio de conexión real.
10 hábitos slow para bajar
Adoptar un estilo de vida slow no significa renunciar a la velocidad para siempre, sino aprender a elegir el ritmo adecuado. Con pequeños cambios, podemos transformar la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos.
- Cortar la agenda. No hace falta llenar cada hora del día. Dejate espacios en blanco para descansar, improvisar o simplemente no hacer nada. El vacío también nutre.
- Apagar el celular. Un rato sin notificaciones es un regalo para la mente. Probá dejarlo en otra habitación durante la comida o al menos una hora antes de dormir.
- Ritual lento diario. Puede ser un café a la mañana, un té a la tarde o una ducha larga. La clave: hacerlo sin apuro, con todos los sentidos presentes.
- Caminar sin apuro. En lugar de correr de un lugar a otro, caminá despacio y observá tu entorno. Una manera simple de practicar la atención plena.
- Hacer pausas conscientes . Cada tanto, frená lo que estés haciendo. Cerrá los ojos, respirá profundo tres veces y seguí. Pequeños cortes cambian el ritmo del día.
- Comer sin pantallas. Dedicarte solo a tu plato. Percibir sabores, olores, texturas. Comer despacio ayuda a la digestión y al disfrute.
- Decir que no. No todo merece un sí. Elegir con conciencia dónde ponés tu energía es un acto de autocuidado.
- Practicar gratitud. Al final del día, anotá tres cosas que agradezcas. Este hábito reconecta con lo simple y ayuda a valorar el presente.
- Respetar tus ritmos. Escuchá a tu cuerpo: dormí cuando tengas sueño, descansá cuando lo pida. No somos máquinas de productividad.
- Crear un momento de silencio. Cinco minutos al día sin música, sin radio, sin conversaciones. El silencio es un bálsamo que nos ordena por dentro.
“Dale lugar a lo importante hoy”, por Aniko Villalba (*)
Conocí el movimiento slow de casualidad, en 2014, mientras viajaba por Londres. Estaba cansada de la obligación de “tener que hacer” lo que la industria turística dictaba en cada destino. Disfrutaba de pasar horas en librerías o en parques, pero, al mismo tiempo, me invadía la culpa. Esa tensión se resolvió una tarde, cuando encontré un libro que me cambió la mirada: The Idle Traveller – The Art of Slow Travel, de Dan Kieran. El autor hablaba, justamente, de viajar de la manera en que lo estaba haciendo yo: sin apuro, sin culpas, sin seguir guías turísticas ni correr detrás de los “imperdibles”. Desde entonces intento llevar esa mirada a otros aspectos de mi vida.
Esto no significa mudarse al medio del campo y desconectarse del mundo, ni hacer viajes larguísimos para perderse en el mapa. Sino de darle espacio a lo que de verdad importa, de vivir presentes y no dejarnos arrastrar por el mandato social de que todo tiene que ser más corto, más rápido y ahora mismo. Por eso busco integrar actividades slow en mi semana, o incluso en cada día. Nado dos veces por semana, hago journaling cada vez que puedo, nunca duermo con el celular al lado. Amo la papelería y los detalles: washi tapes, sellos de laca, cartas manuscritas que intercambio con amigas. Todo eso me conecta con otra temporalidad. Claro que también trabajo, cocino, cuido a mi hija, vivo en un mundo rápido; pero trato de decir que no a lo que sé que no me aporta nada, y de no sumarme a la vorágine solo por costumbre. Es, de algún modo, buscar un ritmo más humano.
Me gusta pensar que no hacen falta cambios drásticos para vivir de esta manera, sino pequeños momentos cotidianos: un rato de escritura, un rato de nadar, un rato de contemplar. Cambiar el estilo de vida de golpe sería muy difícil: el mundo gira rápido y es casi imposible aislarse de eso. Pero recordar que todo lo que está vivo es, en esencia, lento –nuestros procesos biológicos, los aprendizajes, los ciclos de la naturaleza– nos ayuda a recuperar perspectiva. Cada acto slow, por pequeño que parezca, nos devuelve a un ritmo más humano. Y en mi experiencia, cuanto más repetimos esos actos, más natural se vuelve desacelerar.”
(*) autora de libros y diarios creativos y del Oráculo Slow (Fera).
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