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Podemos ir más allá de nuestros límites

Sole habla de su experiencia de trekking al Cerro Champaquí, que incluyó la inmersión en agua helada, para reflexionar sobre lo difícil que es creer en que podés ir más allá de tus límites.


Sole Simond y su experiencia en el Cerro Champaquí, en Córdoba.

Sole Simond y su experiencia en el Cerro Champaquí, en Córdoba. - Créditos: Soledad Simond



Cuando me apunté para la experiencia de trekking al Cerro Champaquí incluía opcionalmente, la inmersión en agua helada, ahí en un río en lo alto de las Sierras Grandes cordobesas, en pleno julio. Marcos, el organizador, tiene su propia metodología de crioterapia, así que cuando le conté que me interesaba probar, lo primero que me dijo fue: “hacete un electro y una ergometría”. No era un gran aliciente, te imaginarás, pensar que estaba mi corazón en juego. Me explicó que el agua estaría a unos cinco u ocho grados, y que no pasaba nada si al estar en la orilla, me arrepentía. Yo ya me estaba arrepintiendo.

En la previa, invitó a todo el grupo por WhatsApp a practicar con duchas de agua fría, así que yo probé sólo un día y pensé que me moría. Estuve sólo 30 segundos bajo el agua helada y salí tiritando envuelta en una toalla diciendo: “No voy a poder”. Sabía de los múltiples beneficios físicos –mejora la circulación, la recuperación física después del ejercicio, alivia los dolores y acelera el metabolismo–, pero lo que más me interesaba era desafiar a mi mente. “¡¿Pero para qué?!”, y no sé, seré que soy demasiado escorpiana, pero había algo ahí que me llamaba, que es como desafiar a la muerte, ir más allá de un límite. Si bien vos sabés que no te vas a morir, es como tirarte de paracaídas, que aún no lo hice, hay un salto al vacío, implica una entrega.

Entonces, recién llegados al refugio, Marcos dio breves indicaciones de lo que íbamos a hacer. Básicamente, unos ejercicios para levantar la temperatura corporal. Teníamos suerte de que todavía no había atardecido y había sol. Salimos rumbo al río con nuestro traje de baño y una toalla –ya eso era un desafío– como si estuviéramos en la playa en verano, pero en plena montaña en invierno.

En círculo comenzamos a hacer unos ejercicios en postura de sentadilla hasta que los muslos ardieron. Y ahí mismo, él dijo: “vamos, adentro, agárrense de las manos”. Yo pensé que faltaba algo, no sé, una invocación o algo, una dinámica más, pero no, era la fuerza de la intención: “nos vamos a meter”. Puse un pie en el agua y sentí cómo se me congelaba, dolor en los huesos, subiendo por los tobillos, sentí que me paralizaba y él dijo: “¡vamos!”. Estábamos agarrados y avanzábamos en bloque, y en un momento, cuando llegamos a cierta profundidad, dijo: “abajo”. Y yo vi cómo todos se metieron.

Pero yo retuve el movimiento. Me quedé con el culito al aire, en una leve flexión de rodillas mientras todos se sentaron sumergidos en el río. Fueron unos segundos, pero para mí fue una eternidad. Hasta que en un momento, algo dijo Marcos, algo se soltó dentro mío, algo hizo el río, algo logró la energía grupal (no fue una sola cosa, fue todo) que metí finalmente las piernas, la cintura, la panza, el pecho, los hombros en el agua helada. No hubo nada. Sólo fue un silencio infinito y respiración. Estábamos tomados de los hombros, abrazados, sintiendo el calor de las palmas, las mías y las ajenas, como una única promesa de que todavía existía el calor en el mundo. Y de pronto la respiración fue el único camino, un hilo profundo, poderoso, vital, que te mantenía: “acá, estás acá”.

 

Sentí que podía llorar, pero me empecé a reír, a carcajadas, acomodé mis piernas contraídas en una postura relajada debajo del agua, y sentí cómo en una oleada se replicaban las risas catárticas. Y recién ahí abrí los ojos, y vi los sueños de cada uno, las tristezas, los miedos, la alegría, hundidos en un ritual tan ancestral y sagrado. No eran necesarias las palabras. Y cuando pensé que podía quedarme a vivir, empezó la cuenta regresiva: “8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1… arriba”, habían pasado tres minutos, y era pura adrenalina y felicidad.

Cuando vi el video, a la noche, que filmaron desde afuera, volví a ver mi culito al aire, y me dio orgullo, quizás en otro momento me hubiera gustado ser “la que hace todo bien” durante el proceso, pero me gustó ser la que desconfía.

¿Sabés por qué? Porque esa entrega vale doble. La verdadera fe se cocina en el miedo, en la duda, en la incertidumbre. Es fácil creer en lo bello, en lo cómodo, en lo bueno; lo difícil es creer en que podés ir más allá de tus límites, que podés amar lo incómodo, lo desafiante, lo que te da miedo, lo que es distinto a vos. ¡¿Para qué?! Para eso, para vivenciar una fe que avanza venga lo que venga. 

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